El balance es positivo, no obstante quedan pendientes algunos puntos para reflexionar. Se vieron las 417 películas anunciadas en tiempo y forma. Salieron los libros prometidos (valioso en especial el dedicado a ese gran crítico que tuve el placer de frecuentar en mis comienzos llamado Rodrigo Tarruella).Los jurados e invitados cumplieron. El público acompañó la mayoría de las funciones. Dijeron, sin aportar datos demasiado precisos, que la concurrencia superó en un 20 por ciento el de la edición anterior. Si fue así, no fue poco. Pero para quienes conocen de cerca la historia de la muestra, la sensación es que se está perdiendo algo de su mística.
Si hay algo que caracterizó al menos la primera media docena de ediciones del Bafici es, precisamente, la mística. En todo ese tiempo el Bafici fue pura sorpresa y descubrimiento de otro cine, pero también lugar de encuentro para un público principalmente joven, cansado de ver siempre lo mismo, en buena medida digitado por un puñado de distribuidoras preocupadas más por la taquilla que por cualquier otra cosa. El Hoyts parecía una pista de patinaje en donde todos nos deslizábamos más rápidos que la luz para ir de una sala a la otra, para comer mal y rápico, para encontrarnos quien sabe con quien y, como si todo eso fuese poco, para chocarnos con Quintín y felicitarlo porque, a apesar de sus propias cuitas (que las sigue teniendo y muchas), el festival le salía muy bien. Dejo constancia que -soy conciente-, de no haber sido por su propia picardía, podría haber seguido sentado en el sillón de director por algún tiempo más sin perder batalla alguna y menos todavía una guerra. En esos primeros festivales quedó demostrado de que en Buenos Aires podía hacerse una muestra competitiva, con buenos ciclos y revisiones, con reuniones de críticos, teóricos, cineastas y figuras de un cine que no era el de Hollywood, y del que hablaban las reseñas de los más importantes festivales del mundo. Sin embargo, ese afán algo elitista que siempre caracterizó al Bafici fue sacudido por dos realidades. Los cambios de directores artísticos y, finalmente, el cambio político, al que siguió la llegada de Sergio Wolf. La cuestión es que Wolf viene haciendo frente a la crisis que un evento como este sufre al cumplir sus primeros diez años de vida. Quienes hace once años tenían veinte años hoy tienen 31, los de 30, 41 y así sucesivamente. Hay que reconocerlo: a pesar de todo Wolf lo viene haciendo bastante bien. Hubo buenas mesas redondas, seminarios y presentaciones. Sin embargo la descentralización del edificio del Abasto, como base de operaciones de prensa y su punto de encuentro no permitieron a los espectadores cruzarse con críticos, directores y actores en un mismo lugar. Eso se sintió. No es casual que donde hasta el añopasado funcionó el meeting point del Bafici, este año el Hoyts presentó una exposición de cadáveres embalsamados con tecnología de punta.
El festival tiene que entusiasmar al espectador, invitar al tímido o indeciso a entrar en su juego de un cine diferente, y la expresión “¡Larga vida al Bafici!”, lanzada por Wolf, no con la fuerza de un revolucionario sino con la tibieza de un intelectual con poco manejo del discurso político -correcto o incorrecto- en el escenario del 25 de Mayo la noche inaugural, debe tener un correlato en lo que se ve pero más que nada en lo que se vive en las salas. Por suerte, las muestras oficiales fueron más rigurosas que de costumbre, y eso a fin de cuentas, no tiene precio. En estos aspectos el balance es algo parecido a una botella bastante llena. Demasiado para los tiempos que corren.
De lo nuestro
Más de la mitad de la selección oficial competitiva argentina superó la media de calidad histórica.
Al tope se ubicaron Castro, una comedia de enredos a propósito de enigmas que nunca se revelan dirigida con precisión por Alejo Moguillansky, obra que, una vez estrenada, es seguro que dará que hablar, y Tekton, dirigida por Mariano Donoso, un oportuno y bien diferente documental, que propone nuevas ideas a propósito de contenidos y estéticas en un género muy transitado, como la primera producida por el talentoso Mariano Llinas. No es casual que estas películas se hayan llevado los premios como las mejores del jurado oficial y el de la Asociación de Cronistas Cinematográficos de la Argentina (a pesar de que a Quintín no le haya gustado). En este grupo quedaron también La madre, desafiante propuesta de Gustavo Fontán apropósito de temas de los que no se hablan; 8 semanas, el falso documental de Alejandro Montiel y Diego Schipani, que corre el telón al backstage de un musical de la calle Corrientes, amores-desamores pasiones y traiciones de un grupo de bailarines y cantantes, y finalmente Bonus Track, con un Raúl Perrone más maduro que nunca. Hubo productos menos acabados no obstante valiosos, como la comedia ¿romántica? Plan B, el comprometido repaso testimonial-biográfico apropósito del poeta homosexual Néstor Perlongher, titulado Rosa Patria, y Cocina, que fue una suerte de coctel entre revista Summa y elgourmet.com. También productos muy cuestionables, tales los casos de los documentales Criada, El viaje de Avelino y la pretenciosa (snob en un ciento) al límite de la fanfarronería 77 Doronship, de Pablo Agüero (que no sabe que las críticas no suelen contestarse) que créase o no (no existe el jurado perfecto, eso quedó una vez más en claro) se llevó el premio a mejor director. No obstante fue más ridículo el análisis de Fernando Martín Peña (ex director de la muestra que viene de fracasar de manera rotunda en su paso por la de Mar del Plata) en la página web otroscines.com (de Diego Batlle), donde apenas entregados los premios dejó demostrado que la envidia es un veneno facil de destilar, cuando es al otro a quien le salen mejor las cosas. Por suerte, Wolf prefirió no entrar en la polémica. Todo un gesto de madurez.
Claudio D. Minghetti
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