La
competencia oficial argentina del 17º Bafici presentó hoy dos de
los largometrajes del “grupo de los fuertes” reservados para las
dos últimas jornadas, a saber “Idilio”, del debutante Nicolás
Aponte A. Gutter, y “Lulú”, sexta transgresión de Luis Ortega.
Tras
obras muy logradas, como “Caja negra”, “Los santos sucios” y
“Verano maldito”, Ortega se propone esta vez poner en foco a dos
marginales, Lucas y Ludmila, que viven en un cuchitril ruinoso, a la vera de Palais de Glace, sobre Libertador.
El
le pega duro a las anfetaminas y a lo que venga de un laboratorio, va
calzado con un arma de fuego y dispara al aire o a alguna escultura,
incluso a la silla de ruedas en la que se moviliza ella, por más que
ya camine, tras haber recibido en su espalda una de esas balas.
Ludmila
es bonita y tiene algo de perversión, Lucas es pícaro, chistoso,
bravucón y le gusta contonearse, “bailar” le dice, en cualquier
lado, sea arriba del camión en el que junta deshechos de reses
vacunas, un trabajo bastante desagradable o en el mostrador de una
farmacia.
Un
episodio importante del relato, más allá de un permanente ir y
venir de Lucas y Ludmila por zonas peliagudas de la ciudad, como los
subterráneos, Once, incluso Lugano 1 y 2, tiene que ver con un raro
“levante” relacionado con su idea de ser padre y la resistencia
de su amada.
A
Ortega le gusta retratar escenas protagonizadas por marginales que
surgen de su observación de la sordidez camuflada por el paisaje
urbano, y esas imágenes le ayudan a construir un mundo con
personajes que queda más que claro, a pesar de que busquen salida,
nunca la encontrarán.
Las
postales de este universo marginal, no tienen un orden claro, no
obstante el clima de tensión crece y, está más o menos escrito,
que el desenlace, con tanto lumpenaje, carne en vías de
putrefacción, miserias de por medio y temas sin resolver, no será
demasiado feliz.
Luis
Ortega tiene un sello que lo hace identificable, un don para componer
cuadros bellos en medio de ambientes nauseabundos, siempre acertado a
la hora de elegir protagonistas, en este caso el excelente Nahuel
Pérez Biscayart y la siempre creativa Ailín Salas, que en este caso
asumen sus papeles con notable convicción, y merecen el aplauso.
“Idilio”
es una ficción acerca de una mujer muy joven que dialoga con un
amigo acerca de un amor que se convirtió en obsesión, más allá de
cualquier lógica, porque como lo sugiere el título, es “idílico”,
es decir una relación que es
vivida con mucha intensidad
pero inevitablemente es
de corta duración, donde pesa,
y mucho,
el ideal de una parte.
Para
narrar esta pasión bizarra, Aponte A. Gutter eligió una voz
femenina que explica y se explica su construcción de la verdad
frente a un interlocutor que está del lado de la cámara, una suerte
de cabeza parlante donde el contraplano es un recurso que solo se da
una vez.
Los
varios episodios que conforman esta larga confesión, casi de diván,
tiene como bloques separadores canciones, que tienen que ver con el
contenido de su discurso: se escuchan con plano en negro, y funcionan
como complemento, guía necesaria para seguir con más intensidad el
relato.
La
selección que arranca con Rimsky-Korsakov, pasa a Shirley Basey para
seguir con ACDC, Blondie, Big Brother & The Holding Company,
Laura Branigan y Gloria Jones, para terminar con la argentina Julieta
Alonso, la única en español (“Tu maldad”), es muy oportuna.
El
director renuncia a todo artilugio de color (el filme fue rodado en
blanco y negro) o de movimiento de cámara, y eso le permitió
trabajar mucho mejor en la gestualidad, la expresividad, las luces y
sombras de la excelente Paula Carruega en la piel de esta Camila.
“Idilio”
es un filme minimalista en el más amplio sentido de la definición,
absoluta y genuinamente independiente, donde la
idea de recrear a esta chica
conflictuada y su intento por entender, finalmente, en dónde están
puestos sus sentimientos, se
consigue.
Si
se acepta
el juego propuesto,
el resultado es sobresaliente
y merece atención, al igual que los pasos siguientes
de su autor, y obviamente
de la actriz que aceptó el desafío de exponerse en planos secuencia
bastante extensos (diez
minutos) en
los que
confirma su
talento.
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