Curioso resultado el de los académicos de Hollwyood: primero resaltaron la quiebra de la empresa Kodak, auspiciante de los premios hace casi una década y principal respaldo para la construcción del teatro que está ubicado muy cerca al viejo cine Teatro Chino de Grauman donde hace décadas, astros y estrellas estampan sus manos y pies en cemento fresco.
Después eligieron como principal número musical a un grupo canadiense, el Cirque du Soleil, que hizo su performance acrobática cargada de nostalgia, empezando por Hitchcock (“Intriga internacional”) y después recreando con mímica el cada vez menos frecuente ritual de ir a ver cine en los cines, que la misma industria se encargó de liquidar hace una década al imponer la globalización de las imàgenes como nuevo paradigma.
Y finalmente se hizo la suma de los premios y la conclusión es que Hollywood está irremediablemente en baja, porque le película que se llevó los mejores premios no fue la sobrevaluada “La invención de Hugo Cabret” sino la para nada pretenciosa “El artista” en la que un grupo de franceses que se atreven a reconstruir el viejo Hollywood a la perfección, mientras que otras ocho películas hablada en inglés se llevaban un solo premio cada una.
Los cómputos hablan por si solos: el filme de Michel Hazavicius, cinco de las mejores estatuillas, a saber película, director y actor, además de música (fundamental en el film por ser mudo) y vestuario, mientras que el de Scorsese, también cinco, a saber mejor fotografía , mejores efectos visuales , sonido y edición de sonido y dirección de arte, todos técnicos.
Con excepción de “La dama de hierro”, que solo por el hecho de la composición de Meryl Streep podría interesar, se llevó precisamente el premio a mejor actriz (por el que injustamente no pusieron a competir a Berenice Bejo, coprotagonista de “El artista”) y el de mejor maquillaje, que es el que la ayuda a parecer tan vieja como Margaret Thatcher hoy.
La fiesta fue correcta, tanto como Billy Crystal como showman, en extremo correcta y por momentos algo artificiosa, a razón de que ni quienes entregaban los premios ni quienes los recibían no parecían estar demasiado entusiasmados con la tarea, a excepción de Michel Hazavinicius y el iraní Asghar Farhadi, que se dirigió al público con un texto emocionante.
Dijo que "ofrezco orgullosamente este premio a mi país, a un pueblo que respeta todas las culturas y civilizaciones", que el Oscar "es más que un premio importante para un cineasta” y que “En tiempos en que los políticos hablan de guerra, intimidación y agresión, el nombre de nuestro país, Irán, toma la palabra aquí a través de su gloria, de su rica cultura, que ha pasado por momentos políticos difíciles".
Todos los que subían al escenario estaban atentos al reloj que en cuenta regresiva les anunciaba debía despedirse, incluso Olivia Spencer se apuró y finalmente tuvo que decir adiós antes de que el director de cámaras pasase a otra imagen, detalles que le quitan frescura y algo de imprevisibilidad para una platea con varios miles de personas muy bien vestidas.
El presidente de la Academia paso desapercibido con su minúsculo discurso sin una sola idea que pudiera sintetizar qué es lo que se siente hoy en Hollwyood a partir de la crisis que los azota y ya se nota en el vacío de un cine que es solo envoltorio y que cuando no lo es no logra trascender la medianía, el más de lo mismo, la idea de que los esquemas ya probados pueden y deben repetir respuestas de público.
La pregunta es: si el cine cambia al mismo tiempo que Hollywood solo demuestra tener capacidad de recaudar dinero, la mayor parte de las veces sin calidad, recurriendo a espejitos de colores, que futuro le espera al cine como espectáculo y, en consecuencia, a lo que significan los premios Oscar como aquello máximo a lo que puede aspirar un actor o cineasta?
Nadie hubiera pensado hace cinco o seis años que Kodak sería derribada por los cambios tecnológicos al igual que el protagonista de “El artista”, cae cuando los actores tuvieron que empezar a hablar en cine que dejaba de ser puro gesto, como ocurre en la película de Hazanavicius, un ejemplo que resulta casi paradójico: un film mudo triunfa en un momento en el que todo lo técnico es vendido como lo mejor e incluso aceptado por los más veteranos.
En verdad, la ceremonia de los Oscars del último domingo suena casi como a un grito de auxilio, una forma de llamar la atención parecida a la del personaje de Jean Dujardin cuando prende fuego sus películas, o Méliés en el filme de Scorsese, cuando resignado se esconde en la estación de Montparnasse para vender o reparar juguetes a cuerda.
“Estamos aquí, vengan a rescatarnos”, parecen exclamar con sus actos, un llamado que es más que evidente hacen a los más jóvenes, porque ellos son los auténticos dueños del futuro, los que pueden retomar el camino perdido, recuperar el camino de los sentimientos, de lo genuino que a fin de cuentas no puede ser reemplazado por lo vacío de contenido porque por insistencia termina, inexorabalemente, cansando.
Scorsese , Steven Spielberg (gran olvidado de la noche) y Woody Allen, cada uno a su manera recorren el pasado porque de alguna forma quisieran viajar por el tiempo y poder vivirlo para después recordarlo con un plus de magia, igual que lo hace Hazanavicius, con muchas menos pretensiones, una suma de inocencia que tiene que tener si o si un final feliz, esperanzado, de que a pesar de todo, el futuro es posible.
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