20 oct 2010
Marcelo Tinelli, el asador
Marcelo Tinelli es un chef popular, pero chef al fin. Un asador ad hoc de la TV comercial de hoy. Es de esos que preparan comidas grasosas y seguramente dañinas a la salud pero que, pueden entusiasmar tanto a quienes están acostumbrados al bodegón como esos otros que solo pisan los restaurantes de nariz bien respingada, con platos de varios dígitos. Siempre ha sido así porque es el mejor heredero del padrino Gerardo Sofovich. Sus programas son producto de su pura y exclusiva creatividad y la de su circulo íntimo, pero más que nada del público que lo consume y los medios que se alimentan de ese requesón, en verdad grasa de segunda que deja requetefrita en la sartén y que, convengamos tiene un gustito concentrado tentador directamente proporcional al daño que ocasiona en las arterias de la reflexión y el pensamiento. Sus números tienen puestas fuera de serie, y esta semana lo volvió a demostrar con cuadros brillantemente armados por un sinfín de espejitos de colores, en los que se reflejan clowns de varieté, villanos de cómic, pechos 3D de carne y silicona, y maquillaje con pincel fino y grueso. Para algunos el mejor alucinógeno puede ser el opio, para otros el paco. Sustancias alucinógenas finas o ramplonas, alucinógenas al fin. Todos somos adictos potenciales a ellas. Sin embargo a Marcelo esa cuestión de apuntar a la cultura popular sin caer bajo le queda muy-muy, grande y su propuesta tiene la posibilidad de equipararse a uno sola de las dos. ¿Adivinen a cuál?
12 oct 2010
Nostalgias (I)
Corrientes se quedó sin cines. A decir verdad, los dos únicos que quedan son como el último baluarte de lo que alguna vez fue, la “calle que nunca duerme”.
Los que nacimos en pleno esplendor del Lorraine, que escuchábamos a nuestro hermanos mayores y a sus amigos charlar acerca de aquellas maravillosas películas que descubrían en el Lorraine o en el Cine Arte de Diagonal Norte sentimos nostalgia por lo que se fue. No es nostalgia vulgar, sino de aquella que encierra una idea más grande y abarcativa de lo que fue la cultura de las décadas del 60, 70 y 80, hasta que comenzó la noche más oscura.
Corrientes comenzaba al 2000, donde terminaba Once, allí mismo donde por años estuvo el cine Cataluña finalmente rebautizado como Cosmos, al que un buen día se le agrego el 70. Allí, casi en la esquina con Junín, nacía la Corrientes intelectual, la de la librería en la esquina con Riobamba, la del pasaje Rauch, por el que nadie quería pasar, la de la esquina paqueta de El Ciervo y en diagonal la de La Opera, la de la disquerías Zivals que fue creciendo con el paso del tiempo y alguna vez tuvo en su planta superior un bolichito de jazz que se llamó Jazz Up hasta que tanto inflaron de la comisaría quinta en tiempos de dictadura que tuvo que cerrar. La calle Corrientes del Cine Los Angeles pintado como una calesita y que un día tras la oportuna ocurrencia de uno de sus administradores comenzó a publicitarse como la “unica sala del mundo dedicada a Walt Disney”, cuando Disney no tenía ni idea de que eso estaba ocurriendo en Buenos Aires sin reportarle utilidad alguna.
La calle de las librerías de viejo una tras otra, la de discos usados que ya no se conseguían, la del Cine Alfil y el Losuar, de la cadena “lor” que por entonces regenteaba Alberto Kipnis, uno de los creadores del Lorraine. La calle de El Gato Negro, de varios barcitos que en esa vereda y en la de enfrente eran punto de encuentro de la bohemia, como el Suárez y su barra en forma de “u” de estaño y La Paz, la única e irrepetible La Paz, donde humeaba café y tabaco por sus ventanas, siempre mirando más allá. La cuadra del Premier, del baldío en el que nadie nunca hacía nada /y mucho después construyeron el Centro de la Cooperación), pegadito al Lorraine, con sus muros pintados, que todavía sobreviven en la que fue primero librería Gandhi y ahora ya no se sabe cómo se llama, justito enfrente del Teatro San Martín, una modernidad de mediados de la década del 50 que en su último piso escondía la coquetísima salita Leopoldo Lugones, donde siempre se veía cine clásico del bueno, tras un rato de estar sentados en los sillones Barcelona que engalanaban su foyer. Otros tiempos, cuando en el subsuelo de aquel edificio todavía había una confitería que daba gusto visitar por su intimidad y tranquilidad, hasta que a alguien se le ocurrió liquidarla y convertir buena parte de aquel espacio en una nueva salita. Tiempos en que el pasillo de comunicación nos llevaba al Centro Cultural, sobre Sarmiento, otra curiosidad donde funcionaba Radio Municipal, una de las primeras en transmitir en estéreo.
Corrientes la de la librería El Lorraine, de Pedro Sirera, que llegó a editar el guión de Masculino-Femenino, de Godard, y la esquina de la pizzería Marín. Justito al lado del San Martín, bajando una escalerita, el Loire era como una sucursal moderna de su antecesor Lorraine. Cuando pasaba el subte de la línea A, temblaba el suelo. Todavía hoy sigue temblando, pero las obras que allí se dan suelen empezar cuando el último tren ya pasó. Y la esquina de la confitería Premier, como siempre para gente un poquito más mayor que el resto.
Llegamos al 1400. La Martona, la casa de bombones Lyon d’Or y el eterno olor a chocolate en su puerta y allí nomás, La Giralda y su célebre submarino, o el chocolate con churros, sobre mesitas de mármol. Al lado, un restaurante muy fino, La Emiliana, solo para entendidos y bolsillos con suficiente dinero como para pagar sus platos. Enfrente, el Lorca y la esquina donde construyeron ese edificio horrible donde hay un Banco Ciudad. El edificio, recuerdo, comenzó a rajarse y todos pensaban que se iba a derrumbar, como ya había ocurrido en 1968 con el de Montes de Oca 680. Se le agregaron soportes y bloques de cemento hasta que un buen día dijeron: “Está bien”, y desde entonces sigue tan campante.
En la otra cuadra, siempre en dirección al Obelisco, el bar El Foro, donde iban todos los que tenían algo que ver con Tribunales. Estaba bueno subir al primer nivel y tomarse un cafecito allí, observando el cruce con la calle Uruguay, donde se ensancha en una especie de falso boulevard que llega a Córdoba.
Alli volvía los cines. De un lado, después de Los Inmortales y la confitería La Pasta Frola, el Metropolitan. Me acuerdo cuando estrenaron Dr. Zhivago y recrearon la nieve sobre la entrada con grandes copos de algodón. Enfrente la galería donde en el primer nivel construyeron la sala Lorange. Allí vi El enigma de Kaspar Hauser. Seguimo y, zas, una pizzería, creo que Guerrin. Más adelante el Libertador. Recuerdo que durante una semana de cine brasileño me crucé por primera y única vez con Leopoldo Torre Nilsson. El ya estaba enfermo de la espalda, creo. Lo vi sentado con Beatriz Guido en la gran escalera que conducía al pullman. Daban Doña Flor y sus dos maridos. La gente no podía creer que una mujer –Sonia Braga- pudiera parecer buena parte de la película desnuda. Lo mismo ocurrió poco después con Qué?, de Roman Polanski, donde la bonita Sidne Rome repetía la experiencia.
Bueno. Después el plato fuerte literario con las librerías Fausto, una frente a la otra. Allí mi hermano me compró el primer guión de mi vida, Fresas Salvajes, es decir Cuando huye el día de Ingmar Bergman. Fue una casualidad, porque íbamos en busca de El séptimo sello, que estaba agotado. Todavía lo tengo.
La cuadra terminaba con Ouro Preto, un viejo café también con una gran barra repleta de tacitas y platitos donde los mozos servían café con gotitas y alguna medialuna o tostado, además del infaltable vasito con agua.
Cruzando Talcahuano, en una esquina un bar finoli, y en la otra Banchero y su fugazza con queso. Al lado, el Teatro Cómico, ahora Lola Membrives, y enfrente, el Blanca Podesta, que vaya a saber porqué le cambiaron el nombre y le pusieron Multiteatro cuando destruyeron el original convirtiéndolo en varias salitas. Al lado Radio Aceto, que vendía piezas de la electrónica de la época, como esas válvulas que iban dentro de las radios o en los viejos televisores. Al lado del Cómico, un edificio emblemático, una pajarera, y en la parte inferior varios localcitos muy, muy largos. Uno era una juguetería, que vendía soldaditos de todo tipo y Meccano. Ah… y chascos. Al fondo había una puerta que conducía al subsuelo, un subsuelo al que nunca baje, aunque tenía ganas. Allí vendían Cinegraf, un proyector de juguete que proyectaba películas impresas en papel calco. ¿Porqué mi papá nunca me habrá llevado a ver qué era lo que allí vendían?
Mas adelantes siempre estuvo La Churrasquita y de la vereda de enfrente no se. Cruzando Libertad, lo más importante era El Vesubio y el Broadway, que funcionaba como cine y de vez en cuando como teatro con algún cantante. Unos metros más adelante, la galería del Cine Arte invitaba a un recorrido fascinante, porque allí dentro había una librería de cine. Enfrente la mueblería Toretti y un restaurante que tenía las heladeras contra el vidrio de la fachada. Estaban llenas de pulpos y ese tipo de comida que jamás se me hubiese ocurrido probar.
El obelisco, primero redondo, después oval, siempre igual.
Era emocionante cruzar por arriba,o atreverse a los pasajes, el Obelisco Sur o el Norte.
Todavía conservan algo de la emoción de entonces, aunque cuando era chico había más valijas, más lustrabotas, más olor a milanesas, y un negocio que vendía lapiceras y encendedores que ya no está. Rn la sucursal de correo que allí funciona siempre se veía a despedidos mandando telegramas o casas parecidas. Ah, y ahí vendían pomadas y galochas.
Y ya en la otra vereda, sobre Carlos Pellegrini,las esquinas de la sastrería Los 49 Auténticos y El Trust Joyero Relojero eran emblemáticas. De un lado la pizzería Rey y del otro el Teatro Nacional. De un lado los cines Adán y el Plaza, del otro la sastrería Halsey. De un lado la disquería Broadway y la farmacia Rex, cruzando Suipacha, la óptica Griensu y de enfrente, a pocos metros de la esquina el Opera, con su mezcla de estilos y la reja que sale del suelo.. De un lado el Gran Rex y una sala de cine allí mismo donde hace mucho, mucho tiempo, estaba el cabaret Tabarís. Del otro otra galería que vendía filatelia, con un restaurante en el subsuelo. Desde la baranda superior podía verse una fuente en el subsuelo, adónde los padres llevaban a los chicos para que arrojen una moneda y pidan un deseo. El fondo siempre estaba lleno de monedas. Después se convertiría en un puticlub, pero las monedas seguían allí hasta que cerro. ¿Quién se habrá chafado las monedas? Al lado, Las Cuartetas, y más pizza.
La esquina de Rigars, en diagonal un viejo hotel pegado al teatro Odeón, que más tarde se convertiría en Museo de Cera antes de su incendio, abandono y demolición, junto con la del teatro que todos resistieron. En el subsuelo de ese edificio, el cine Rose Marie, siempre maloliente. En la misma cuadra el teatro Astor y esa iglesia que no se sabe que hace en medio de la ciudad, pegadita a otro bar Suarez. La gran esquina de enfrente, el rascacielos República, de Entel, finalmente de Telefónica, que abajo tenia una batería de teléfonos públicos. Modart, la zapatería Guante, la esquina gótica –con Florida- de la Casa Mayorga, que vendía productos de cuero, y cartel noticiero, a metros nomás de El Ateneo y la pizarra del diario La Nación, cuya persiana metálica solo bajaban cuando había conmoción interna, léase "golpes militares". Alguna vez las vi bajas.
Los que nacimos en pleno esplendor del Lorraine, que escuchábamos a nuestro hermanos mayores y a sus amigos charlar acerca de aquellas maravillosas películas que descubrían en el Lorraine o en el Cine Arte de Diagonal Norte sentimos nostalgia por lo que se fue. No es nostalgia vulgar, sino de aquella que encierra una idea más grande y abarcativa de lo que fue la cultura de las décadas del 60, 70 y 80, hasta que comenzó la noche más oscura.
Corrientes comenzaba al 2000, donde terminaba Once, allí mismo donde por años estuvo el cine Cataluña finalmente rebautizado como Cosmos, al que un buen día se le agrego el 70. Allí, casi en la esquina con Junín, nacía la Corrientes intelectual, la de la librería en la esquina con Riobamba, la del pasaje Rauch, por el que nadie quería pasar, la de la esquina paqueta de El Ciervo y en diagonal la de La Opera, la de la disquerías Zivals que fue creciendo con el paso del tiempo y alguna vez tuvo en su planta superior un bolichito de jazz que se llamó Jazz Up hasta que tanto inflaron de la comisaría quinta en tiempos de dictadura que tuvo que cerrar. La calle Corrientes del Cine Los Angeles pintado como una calesita y que un día tras la oportuna ocurrencia de uno de sus administradores comenzó a publicitarse como la “unica sala del mundo dedicada a Walt Disney”, cuando Disney no tenía ni idea de que eso estaba ocurriendo en Buenos Aires sin reportarle utilidad alguna.
La calle de las librerías de viejo una tras otra, la de discos usados que ya no se conseguían, la del Cine Alfil y el Losuar, de la cadena “lor” que por entonces regenteaba Alberto Kipnis, uno de los creadores del Lorraine. La calle de El Gato Negro, de varios barcitos que en esa vereda y en la de enfrente eran punto de encuentro de la bohemia, como el Suárez y su barra en forma de “u” de estaño y La Paz, la única e irrepetible La Paz, donde humeaba café y tabaco por sus ventanas, siempre mirando más allá. La cuadra del Premier, del baldío en el que nadie nunca hacía nada /y mucho después construyeron el Centro de la Cooperación), pegadito al Lorraine, con sus muros pintados, que todavía sobreviven en la que fue primero librería Gandhi y ahora ya no se sabe cómo se llama, justito enfrente del Teatro San Martín, una modernidad de mediados de la década del 50 que en su último piso escondía la coquetísima salita Leopoldo Lugones, donde siempre se veía cine clásico del bueno, tras un rato de estar sentados en los sillones Barcelona que engalanaban su foyer. Otros tiempos, cuando en el subsuelo de aquel edificio todavía había una confitería que daba gusto visitar por su intimidad y tranquilidad, hasta que a alguien se le ocurrió liquidarla y convertir buena parte de aquel espacio en una nueva salita. Tiempos en que el pasillo de comunicación nos llevaba al Centro Cultural, sobre Sarmiento, otra curiosidad donde funcionaba Radio Municipal, una de las primeras en transmitir en estéreo.
Corrientes la de la librería El Lorraine, de Pedro Sirera, que llegó a editar el guión de Masculino-Femenino, de Godard, y la esquina de la pizzería Marín. Justito al lado del San Martín, bajando una escalerita, el Loire era como una sucursal moderna de su antecesor Lorraine. Cuando pasaba el subte de la línea A, temblaba el suelo. Todavía hoy sigue temblando, pero las obras que allí se dan suelen empezar cuando el último tren ya pasó. Y la esquina de la confitería Premier, como siempre para gente un poquito más mayor que el resto.
Llegamos al 1400. La Martona, la casa de bombones Lyon d’Or y el eterno olor a chocolate en su puerta y allí nomás, La Giralda y su célebre submarino, o el chocolate con churros, sobre mesitas de mármol. Al lado, un restaurante muy fino, La Emiliana, solo para entendidos y bolsillos con suficiente dinero como para pagar sus platos. Enfrente, el Lorca y la esquina donde construyeron ese edificio horrible donde hay un Banco Ciudad. El edificio, recuerdo, comenzó a rajarse y todos pensaban que se iba a derrumbar, como ya había ocurrido en 1968 con el de Montes de Oca 680. Se le agregaron soportes y bloques de cemento hasta que un buen día dijeron: “Está bien”, y desde entonces sigue tan campante.
En la otra cuadra, siempre en dirección al Obelisco, el bar El Foro, donde iban todos los que tenían algo que ver con Tribunales. Estaba bueno subir al primer nivel y tomarse un cafecito allí, observando el cruce con la calle Uruguay, donde se ensancha en una especie de falso boulevard que llega a Córdoba.
Alli volvía los cines. De un lado, después de Los Inmortales y la confitería La Pasta Frola, el Metropolitan. Me acuerdo cuando estrenaron Dr. Zhivago y recrearon la nieve sobre la entrada con grandes copos de algodón. Enfrente la galería donde en el primer nivel construyeron la sala Lorange. Allí vi El enigma de Kaspar Hauser. Seguimo y, zas, una pizzería, creo que Guerrin. Más adelante el Libertador. Recuerdo que durante una semana de cine brasileño me crucé por primera y única vez con Leopoldo Torre Nilsson. El ya estaba enfermo de la espalda, creo. Lo vi sentado con Beatriz Guido en la gran escalera que conducía al pullman. Daban Doña Flor y sus dos maridos. La gente no podía creer que una mujer –Sonia Braga- pudiera parecer buena parte de la película desnuda. Lo mismo ocurrió poco después con Qué?, de Roman Polanski, donde la bonita Sidne Rome repetía la experiencia.
Bueno. Después el plato fuerte literario con las librerías Fausto, una frente a la otra. Allí mi hermano me compró el primer guión de mi vida, Fresas Salvajes, es decir Cuando huye el día de Ingmar Bergman. Fue una casualidad, porque íbamos en busca de El séptimo sello, que estaba agotado. Todavía lo tengo.
La cuadra terminaba con Ouro Preto, un viejo café también con una gran barra repleta de tacitas y platitos donde los mozos servían café con gotitas y alguna medialuna o tostado, además del infaltable vasito con agua.
Cruzando Talcahuano, en una esquina un bar finoli, y en la otra Banchero y su fugazza con queso. Al lado, el Teatro Cómico, ahora Lola Membrives, y enfrente, el Blanca Podesta, que vaya a saber porqué le cambiaron el nombre y le pusieron Multiteatro cuando destruyeron el original convirtiéndolo en varias salitas. Al lado Radio Aceto, que vendía piezas de la electrónica de la época, como esas válvulas que iban dentro de las radios o en los viejos televisores. Al lado del Cómico, un edificio emblemático, una pajarera, y en la parte inferior varios localcitos muy, muy largos. Uno era una juguetería, que vendía soldaditos de todo tipo y Meccano. Ah… y chascos. Al fondo había una puerta que conducía al subsuelo, un subsuelo al que nunca baje, aunque tenía ganas. Allí vendían Cinegraf, un proyector de juguete que proyectaba películas impresas en papel calco. ¿Porqué mi papá nunca me habrá llevado a ver qué era lo que allí vendían?
Mas adelantes siempre estuvo La Churrasquita y de la vereda de enfrente no se. Cruzando Libertad, lo más importante era El Vesubio y el Broadway, que funcionaba como cine y de vez en cuando como teatro con algún cantante. Unos metros más adelante, la galería del Cine Arte invitaba a un recorrido fascinante, porque allí dentro había una librería de cine. Enfrente la mueblería Toretti y un restaurante que tenía las heladeras contra el vidrio de la fachada. Estaban llenas de pulpos y ese tipo de comida que jamás se me hubiese ocurrido probar.
El obelisco, primero redondo, después oval, siempre igual.
Era emocionante cruzar por arriba,o atreverse a los pasajes, el Obelisco Sur o el Norte.
Todavía conservan algo de la emoción de entonces, aunque cuando era chico había más valijas, más lustrabotas, más olor a milanesas, y un negocio que vendía lapiceras y encendedores que ya no está. Rn la sucursal de correo que allí funciona siempre se veía a despedidos mandando telegramas o casas parecidas. Ah, y ahí vendían pomadas y galochas.
Y ya en la otra vereda, sobre Carlos Pellegrini,las esquinas de la sastrería Los 49 Auténticos y El Trust Joyero Relojero eran emblemáticas. De un lado la pizzería Rey y del otro el Teatro Nacional. De un lado los cines Adán y el Plaza, del otro la sastrería Halsey. De un lado la disquería Broadway y la farmacia Rex, cruzando Suipacha, la óptica Griensu y de enfrente, a pocos metros de la esquina el Opera, con su mezcla de estilos y la reja que sale del suelo.. De un lado el Gran Rex y una sala de cine allí mismo donde hace mucho, mucho tiempo, estaba el cabaret Tabarís. Del otro otra galería que vendía filatelia, con un restaurante en el subsuelo. Desde la baranda superior podía verse una fuente en el subsuelo, adónde los padres llevaban a los chicos para que arrojen una moneda y pidan un deseo. El fondo siempre estaba lleno de monedas. Después se convertiría en un puticlub, pero las monedas seguían allí hasta que cerro. ¿Quién se habrá chafado las monedas? Al lado, Las Cuartetas, y más pizza.
La esquina de Rigars, en diagonal un viejo hotel pegado al teatro Odeón, que más tarde se convertiría en Museo de Cera antes de su incendio, abandono y demolición, junto con la del teatro que todos resistieron. En el subsuelo de ese edificio, el cine Rose Marie, siempre maloliente. En la misma cuadra el teatro Astor y esa iglesia que no se sabe que hace en medio de la ciudad, pegadita a otro bar Suarez. La gran esquina de enfrente, el rascacielos República, de Entel, finalmente de Telefónica, que abajo tenia una batería de teléfonos públicos. Modart, la zapatería Guante, la esquina gótica –con Florida- de la Casa Mayorga, que vendía productos de cuero, y cartel noticiero, a metros nomás de El Ateneo y la pizarra del diario La Nación, cuya persiana metálica solo bajaban cuando había conmoción interna, léase "golpes militares". Alguna vez las vi bajas.
11 oct 2010
San Sebastian, a la sombra de la crisis
España vive la crisis intensamente. Así y todo, su crisis es posterior a un periodo de apogeo, por lo que la resultante de todo este desbarajuste provocado por la burbuja inmobiliaria y la necesidad imperiosa del capitalismo de soliviantar el bienestar de algunos con la angustia de muchos, se nota pero no tanto. Menos todavía en una ciudad como San Sebastian, donde todo es bonito y se la puede pasar muy bien viendo cine o haciendo cualquier cosa.
Los que vamos a ver cine descubrimos que en todas partes se cuecen habas, y los motivos son bien claros: el cine también esá padeciendo un periodo de crisis en cuanto a creatividad y a otra no del todo definida que tiene que ver con cambios tecnológicos.
Además, hay que reconocerlo, el Festival de San Sebastián está ubicado en el final de la temporada que arranca con Berlín y sigue con Cannes, Venecia y el cada vez más importante Toronto.
Asi y todo, la competencia oficial tuvo algunas cosas buenas, no tantas, pero algunas buenas, por suerte la que recibió el premio a mejor película y a mejor actor, Neds responsabilidad del cineasta escocés Peter Mullan (todavía se lo recuerda por su participación como actor en Trainspotting). Esta vez, el tema gira en torno a un chico humilde pero muy aplicado en el colegio, burlado por sus compañeros, que termina él mismo convirtiéndose en uno de ellos, quizás el peor de todos. Mullan pinta una época que reconoce haber vivido en carne propia, con rigor cinematográfico, y para regocijo de quienes buscaban en la sección oficial algo para destacar.
Allí también se vieron varias películas españolas muy diferentes entre sí. El gran Vazquez, por ejemplo, de Oscar Aibar, la historia de Manuel Vázquez, un dibujante de tebeos, historietas populares de la década del 60, mejor conocido por su vida algo disipada y por la caida que sufrió a partir de sus propias transgresiones. Si bien la película lo intenta, no logra ser un auténtico Alex de la Iglesia sino un clon algo desdibujado, lo que mejor tiene es el trabajo de Santiago Segura, en un papel muy diferente al que le toco en las varias entregas de Torrente.
Otro de los films ibéricos vistos fue Pan negro, de Agusti Villaronga. En este caso se trata de la adaptación de un éxito de librería catalán, que recrea una historia de la posguerra en un pueblo rural cercano a Barcelona, donde reina el atraso y donde se esconden una serie de crímenes y rencores atravesados por los enfrentamientos políticos pero fundamentalmente por la brutalidad imperante en ese entonces. La idea de que las únicas víctimas de las hipocresías de los adultos son los chicos, es decir el futuro, queda en claro, pero para entenderlo hay que soportar varios momentos de barbarie muy cruda, que le quitan atractivo al conjunto.
También de la zona catalana es Elisa K, de Judith Collel y Jordi Cardena, en este caso una historia bastante traída de los pelos acerca de una joven que cuando niña fue abusada por un amigo de su padre, hecho que quedó perdido en su memoria hasta que, chan, un buen día reaparece y causa estragos en su presente. Nada nuevo bajo el sol, no obstante fue recompensada con el lauro del jurado.
El cuarto ejemplo en este caso vasco fue Aita, de José María de Orbe. Se trata de una historia que tiene que ver con una vieja mansión, su casero y el cura del pueblo, vecino precisamente a San Sebastián. Estos dos hombres son los protagonistas de una trama que recurre a imágenes y sonidos que recuerdan buenas apuestas por lo experimental, pero que no son para públicos en gran escala sino todo lo contrario. El resultado es hipnótico, mezcla del cine de nuestros Ernesto Baca y Gustavo Fontán, que no es poca cosa. Pero el jurado prefirió dejarla de lado, igual que el de Fipresci, que se quedó con la muy mediocre Genpin, de la japonesa Naomi Kawase, casi un infomercial acerca de un obstetra que tiene como estandarte el parto natural. Lo que propone este médico es altamente positivo, pero no es motivo suficiente como para justificar este trabajo documental sin mayores atractivos que su punto de partida.
Argentina estuvo presente con Cerro Bayo, debut en solitario de Victoria Galardi, con eje en una familia que se ver forzada a reunirse a partir de que la abuela decide tomarse una cantidad de medicamentos suficiente como para morir. Pero como esto no ocurre la cosa se pone bien problemática. Las hijas, Verónica Llinas y Adriana Barraza, están en apuros, los dos nietos –Nahuel Pérez Biscayart e Inés Efron sueñan uno con conseguir el dinero suficiente como para irse a Europa y la otra con lograr el orgasmo tan soñado. Tras una serie de sucesos desafortunados, con algo de humor cínico, todos consiguen más o menos lo que buscaban, no obstante lo único que transmitan sea su obstinada fascinación por el dinero. Pequeña pero muy bien actuada, la película de la cineasta que ya había sorprendido hace dos años con la frescura de Amorosa Soledad, tuvo buena acogida por parte del público pero no por el jurado oficial, a diferencia del especial de TVE que la eligió entre las películas dirigidas por mujeres, para ser comparada por la emisora.
También en la oficial estuvieron la ridícula producción coreana He visto al demonio, de Kim Je-Woon, la superproducción Misterios de Lisboa, del cineasta chileno-francés Raoul Ruiz, o la muy ligerita Amigo, de John Sayles. En categoría de interesante pero solo daba para un corto se encuentra La mezquita, comedia oscura del marroquí Daoud Aoulad-Syad, en tanto la china Adictos al amor es apenas un coqueteo con una historia de la vida contemporánea, donde los mayores se van quedando atrás. Tambien en la oficial se vio la sueca A casa por Navidad, que se llevó el premio a mejor guión y la alemana Colores en la oscuridad,de Sophie Heldman acerca de un matrimonio afectado por la enfermedad de uno de ellos, dispuestos a quitarse la vida juntos.
De lo que no caben dudas es que lo mejor de San Sebastian estuvo en muestras paralelas, como Zabaltegi, donde se vieron buenas cosas que ya pasaron por otros festivales, en Horizontes Latinos, donde se vieron Ernesto apenas tarde, debut como director de Daniel Hendler, y en .doc, que compiló una impresionante selección de documentales de todo tipo, por ejemplo Cuánto pesa su edificio, Mr. Foster, de Norberto López Amado y Carlos Carcas, dedicado al arquitecto Norman Foster, La leyenda del tiempo, de Isaki Lacuesta, apropósito de Ava Gardner en España, o Exit Through the Gift Shop, el dirigido por el graffitero Banksy, dedicado al arte y los artistas que siguen el camino de pintar muros, entre otras intervenciones urbanas o Happythankyoumoreplease, de Josh Radnor.
Una buena retrospectiva resultó la dedicada a Don Siegel, el autor entre otros clásicos de la serie Harry, el sucio.
En cuanto a presencias, una importante fue la del español Rodrigo Cortés, autor de Enterrado, la película rodada íntegramente en el interior de un cajón que se ha convertido en un éxito de taquilla en todo el mundo.
Los que vamos a ver cine descubrimos que en todas partes se cuecen habas, y los motivos son bien claros: el cine también esá padeciendo un periodo de crisis en cuanto a creatividad y a otra no del todo definida que tiene que ver con cambios tecnológicos.
Además, hay que reconocerlo, el Festival de San Sebastián está ubicado en el final de la temporada que arranca con Berlín y sigue con Cannes, Venecia y el cada vez más importante Toronto.
Asi y todo, la competencia oficial tuvo algunas cosas buenas, no tantas, pero algunas buenas, por suerte la que recibió el premio a mejor película y a mejor actor, Neds responsabilidad del cineasta escocés Peter Mullan (todavía se lo recuerda por su participación como actor en Trainspotting). Esta vez, el tema gira en torno a un chico humilde pero muy aplicado en el colegio, burlado por sus compañeros, que termina él mismo convirtiéndose en uno de ellos, quizás el peor de todos. Mullan pinta una época que reconoce haber vivido en carne propia, con rigor cinematográfico, y para regocijo de quienes buscaban en la sección oficial algo para destacar.
Allí también se vieron varias películas españolas muy diferentes entre sí. El gran Vazquez, por ejemplo, de Oscar Aibar, la historia de Manuel Vázquez, un dibujante de tebeos, historietas populares de la década del 60, mejor conocido por su vida algo disipada y por la caida que sufrió a partir de sus propias transgresiones. Si bien la película lo intenta, no logra ser un auténtico Alex de la Iglesia sino un clon algo desdibujado, lo que mejor tiene es el trabajo de Santiago Segura, en un papel muy diferente al que le toco en las varias entregas de Torrente.
Otro de los films ibéricos vistos fue Pan negro, de Agusti Villaronga. En este caso se trata de la adaptación de un éxito de librería catalán, que recrea una historia de la posguerra en un pueblo rural cercano a Barcelona, donde reina el atraso y donde se esconden una serie de crímenes y rencores atravesados por los enfrentamientos políticos pero fundamentalmente por la brutalidad imperante en ese entonces. La idea de que las únicas víctimas de las hipocresías de los adultos son los chicos, es decir el futuro, queda en claro, pero para entenderlo hay que soportar varios momentos de barbarie muy cruda, que le quitan atractivo al conjunto.
También de la zona catalana es Elisa K, de Judith Collel y Jordi Cardena, en este caso una historia bastante traída de los pelos acerca de una joven que cuando niña fue abusada por un amigo de su padre, hecho que quedó perdido en su memoria hasta que, chan, un buen día reaparece y causa estragos en su presente. Nada nuevo bajo el sol, no obstante fue recompensada con el lauro del jurado.
El cuarto ejemplo en este caso vasco fue Aita, de José María de Orbe. Se trata de una historia que tiene que ver con una vieja mansión, su casero y el cura del pueblo, vecino precisamente a San Sebastián. Estos dos hombres son los protagonistas de una trama que recurre a imágenes y sonidos que recuerdan buenas apuestas por lo experimental, pero que no son para públicos en gran escala sino todo lo contrario. El resultado es hipnótico, mezcla del cine de nuestros Ernesto Baca y Gustavo Fontán, que no es poca cosa. Pero el jurado prefirió dejarla de lado, igual que el de Fipresci, que se quedó con la muy mediocre Genpin, de la japonesa Naomi Kawase, casi un infomercial acerca de un obstetra que tiene como estandarte el parto natural. Lo que propone este médico es altamente positivo, pero no es motivo suficiente como para justificar este trabajo documental sin mayores atractivos que su punto de partida.
Argentina estuvo presente con Cerro Bayo, debut en solitario de Victoria Galardi, con eje en una familia que se ver forzada a reunirse a partir de que la abuela decide tomarse una cantidad de medicamentos suficiente como para morir. Pero como esto no ocurre la cosa se pone bien problemática. Las hijas, Verónica Llinas y Adriana Barraza, están en apuros, los dos nietos –Nahuel Pérez Biscayart e Inés Efron sueñan uno con conseguir el dinero suficiente como para irse a Europa y la otra con lograr el orgasmo tan soñado. Tras una serie de sucesos desafortunados, con algo de humor cínico, todos consiguen más o menos lo que buscaban, no obstante lo único que transmitan sea su obstinada fascinación por el dinero. Pequeña pero muy bien actuada, la película de la cineasta que ya había sorprendido hace dos años con la frescura de Amorosa Soledad, tuvo buena acogida por parte del público pero no por el jurado oficial, a diferencia del especial de TVE que la eligió entre las películas dirigidas por mujeres, para ser comparada por la emisora.
También en la oficial estuvieron la ridícula producción coreana He visto al demonio, de Kim Je-Woon, la superproducción Misterios de Lisboa, del cineasta chileno-francés Raoul Ruiz, o la muy ligerita Amigo, de John Sayles. En categoría de interesante pero solo daba para un corto se encuentra La mezquita, comedia oscura del marroquí Daoud Aoulad-Syad, en tanto la china Adictos al amor es apenas un coqueteo con una historia de la vida contemporánea, donde los mayores se van quedando atrás. Tambien en la oficial se vio la sueca A casa por Navidad, que se llevó el premio a mejor guión y la alemana Colores en la oscuridad,de Sophie Heldman acerca de un matrimonio afectado por la enfermedad de uno de ellos, dispuestos a quitarse la vida juntos.
De lo que no caben dudas es que lo mejor de San Sebastian estuvo en muestras paralelas, como Zabaltegi, donde se vieron buenas cosas que ya pasaron por otros festivales, en Horizontes Latinos, donde se vieron Ernesto apenas tarde, debut como director de Daniel Hendler, y en .doc, que compiló una impresionante selección de documentales de todo tipo, por ejemplo Cuánto pesa su edificio, Mr. Foster, de Norberto López Amado y Carlos Carcas, dedicado al arquitecto Norman Foster, La leyenda del tiempo, de Isaki Lacuesta, apropósito de Ava Gardner en España, o Exit Through the Gift Shop, el dirigido por el graffitero Banksy, dedicado al arte y los artistas que siguen el camino de pintar muros, entre otras intervenciones urbanas o Happythankyoumoreplease, de Josh Radnor.
Una buena retrospectiva resultó la dedicada a Don Siegel, el autor entre otros clásicos de la serie Harry, el sucio.
En cuanto a presencias, una importante fue la del español Rodrigo Cortés, autor de Enterrado, la película rodada íntegramente en el interior de un cajón que se ha convertido en un éxito de taquilla en todo el mundo.
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